La
ultima ocurrencia de la candidata popular al ayuntamiento de Madrid, aspirante
a la sucesión de Rajoy, condesa, y no se cuantos cargos más, Esperanza Aguirre,
no por recién expresada me resulta novedosa. Me refiero a la idea de prohibir
dormir en la calle a las personas sin hogar, porque “espantan” al turismo. No
es la primera vez que, con esta u otras formas, nuestros poderosos gobernantes
proponen como solución ocultar el problema, y así, ojos que no ven…
El
asunto es, en cierta medida hasta honesto. Y digo honesto en el sentido que no
oculta el pensamiento real de quien hace la propuesta, evidentemente por nada
más. Al menos Esperanza Aguirre expresa abiertamente lo que piensa de las
personas que sufren la realidad más dura de la exclusión social. Simplemente no
los considera personas. Son deshechos, basura que hay que barrer para que los
turistas puedan hablar de Madrid como
una ciudad limpia en la que uno puede disfrutar de su merecido descanso sin
tener que ver cosas desagradables. Una honestidad de pensamiento que seria de
agradecer si no provocara el vómito.
Pero
dejando ya tranquila a la susodicha, en la confianza de que ella haga lo mismo
con nosotros, no estamos sino ante una manifestación extrema de un asunto mucho
mas hondo y extendido de lo que parece. Invisibilizar lo que no nos gusta, como
mecanismo para no hacer lo que podría evitarlo no es algo ni nuevo ni, por
desgracia desterrado ni en la acción política ni en la vida cotidiana.
Le
exclusión social, en cuanto fenómeno que va mucho más allá de la pobreza, es la
manifestación mas evidente del fracaso de una sociedad que se diga a si misma
democrática, social y de derecho. Y los datos del último informe de Cáritas,
nos dan una cifra del 25% de la población en España en el año 2013. Uno de cada
cuatro ciudadanos.
Pero
si profundizamos un poco en los datos, vemos que la crisis, como no podía ser
de otra manera, ha incrementado las
cifras hasta ese umbral, pero antes de ella, el porcentaje de personas en
situación exclusión social era del 16%, ( año2007) lo que significa que dos de
cada tres personas en exclusión ya estaban entre nosotros antes de la crisis. O
dicho de otra manera, nuestra sociedad ya había fracasado cuando aquí se ataban
los perros con longanizas.
Y ni
antes ni ahora, la exclusión social esta en el centro del debate político y
social. Era y es una realidad invisible, afrontarla no tiene rédito electoral,
ni moviliza voluntades y luchas sociales, o al menos no lo hace en la medida
que la gravedad del asunto merecería.
Porque
claro, nuestra cultura del éxito individual no concibe la asunción colectiva de
un fracaso. No, quien fracasa tiene la culpa de ello, se lo ha buscado, no
merece otra cosa… Nadie reconoce que en su éxito hay mucho de suerte, de ayuda
de otros, de herencia recibida (y no sólo económica), de relaciones sociales…
No decimos que eso de la igualdad de oportunidades que pregonamos no es más que
un cuento chino que nos gusta creernos para no reconocer que en eso de la
competencia, hemos hecho algunas trampillas, hemos tomado algunos atajos y
hemos pisado algún que otro callo.
Hablando
ahora de políticas, de nuevo nos enfrentamos a una colonización de nuestro lenguaje
por parte del de la derecha liberal, y todos manejamos como si tal cosa el
concepto del “interés general” como principio de las propuestas y de las
acciones. La diferencia está en la “cantidad de gente” que incluimos dentro de
esa “generalidad interesada”. Cantidad
que se va reduciendo en la medida que te mueves hacia la derecha del espectro,
pero que en la izquierda tampoco suele incluir a tod@s.
Nos
lo han vendido y lo hemos comprado. Es otra forma de decir eso que se repite
ahora de la “centralidad”. Gobernar y proponer para la mayoría, para las
“clases medias”, esa entelequia
sociológica que aun nadie ha conseguido explicar convincentemente, pero que
todos manejamos como si existiera.
Me
gusta mucho más hablar de “bien común” y no es por manía nominalista, es que el
decir nos conforma el hacer, y el hacer nos empuja a decir de una determinada
manera, con perdón del retruécano.
Esto
del “bien común” me lo explicaron hace tiempo con una metáfora extraída de la
organización social de lo común: las comunidades de regantes. En algunos lugares, estas agrupaciones se
rigen por normas cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. Una de las
más curiosas es la que otorga la presidencia de la comunidad, y por tanto la
capacidad del voto de calidad, de manera vitalicia al propietario de la ultima
tierra regada por el agua del que se trate. Así, a primera vista, parece poco
democrático, pero desvela una sabiduría honda: si al “último” le va bien, la
cosa funciona razonablemente.
Así
pues, lo general no es lo común, la mayoría no es el todo. Pero además, el
interés no es, necesariamente el bien. No todo lo que nos interesa es bueno. No
todo lo que deseamos es una necesidad. No siempre más es igual a mejor. De
hecho la mayoría de las decisiones que tomamos, personal y colectivamente no
responden a la “racionalidad del homo economicus”, y menos mal que esto es asi.
Creo
que es muy necesario que nos pongamos a construir metáforas propias. Si lo del
bien común no nos vale, inventemos otras, pero hagámoslo. Lo contrario es hacer
lo de la ínclita, mirar para otro lado para no ver lo que no nos gusta y así
poder pasear tranquilos de turistas por la vida. Desde una nueva metáfora,
pensaremos otras políticas en las que la diferencia no sea la cantidad de gente
que entra, porque nadie queda fuera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
podeis comentar si asi os apetece