Y si de “cansinismo” hablamos, no sé si hay algo que lo sea en mayor medida que el temita de las corruptelas. No quiero caer en la tentación de repetir los tópicos que compartimos. Me interesa hablar un poco más del fondo del asunto, o al menos de uno de los aspectos menos abordados en medio del marasmo de condenas, perdones y fuegos cruzados del y tu más.
Es un hecho que no se trata de fenómenos localizados, sino de una situación generalizada, que afecta a muchas instituciones. A unas más que a otras, sin duda. Y de aquí es donde quiero partir, porque creo que la diferencia cuantitativa no tiene que ver con una supuesta bondad o maldad intrínseca de la institución, sino con el grado en el que la misma ha tocado poder.
En el fondo del asunto, a mi entender, está la comprensión que nuestro imaginario colectivo tiene en relación al poder, y es en el cambio de esa forma de entenderlo y de ejercerlo, donde está la clave última para destruir Cartago de una vez.
La primera acepción del diccionario de la RAE dice que poder es “Tener expedita la facultad o potencia de hacer algo”. En este sentido, que viva el poder. Poder es la capacidad humana de hacer cosas, de transformar la realidad, de construir, de crear. El problema llega cuando alguien se da cuenta de que esa capacidad es susceptible de apropiación y de incremento, y se lo queda y lo hace crecer. El poder como propiedad individual y el poder como mercancía acumulable.
Y junto a estas dos características eternas, una nueva que emerge con la revolución industrial. La gran metáfora del poder es la máquina. Que nos hace sentirnos invulnerables, capaces de todo, como si no hubiera obstáculo capaz de resistir la potencia de nuestra gran excavadora. Y así, todo lo que se puede hacer se hace, solamente porque se puede.
Al margen de todas la medidas que se andan proponiendo, que no son malas en sí mismas, sin abordar estos tres elementos, solo es cuestión de tiempo que quien se apropie, acumule y decida porque puede, encuentre las maneras de burlarlas, bien para enriquecerse, bien para “orgasmarse” con algún otro aspecto de eso que llaman la “erótica del poder”.
El poder puede ser secuestrado, alguien se lo puede quedar para sí mismo, pero se olvida que este no emerge del interior de quien esto hace, ni se trata de un don otorgado graciosamente por divinidad alguna. El poder emerge del grupo, pertenece al colectivo, en cuanto característica antropológica, es un pro-común, y en tanto tal ha de ser gestionado por la aldea. El refranero popular es contundente, cuanto más alto sube alguien, más y mejor se le ve el culo.
La acumulación de poder, su incremento, termina siendo un juego de suma cero, condenado a un movimiento de montaña rusa. Mi poder es más que el tuyo. El que yo tengo te lo he quitado a ti. Pero eso puede cambiar, y cambiará. Todos los imperios tienen pies de barro, precisamente por esto. Sin embargo cuando el poder emerge del común, de la creación colectiva, del poner en juego lo mejor de cada uno, se produce una reacción sinérgica, y algo que no estaba en ninguno de nosotros emerge y nos hace poderosos, y ese poder crece y crece, nadie se lo quita a nadie, nadie lo acumula, sino que se multiplica.
Si la medicina perdió la virginidad en Auswicht y la física en Hirosima, igual tendremos que decir que no todo lo que se puede, se debe hacer. Hay y debe haber limites, al menos los de la sostenibilidad ecológica y los de la ética compartida que subyace a los derechos humanos.
Así pues, frente a la apropiación, poder compartido; frente a la acumulación la sinergia del hacer juntos, y frente a la omnipotencia los límites éticos. Y por ciento, opino que Cartago debe ser destruida.