martes, 29 de mayo de 2018

NO ME GUSTA QUE A LOS TOROS TE PONGAS LA MINIFALDA


No seré yo quien niegue que el conjunto de espectáculos, festejos y eventos que se engloban bajo el paraguas de la tauromaquia tienen en común, en diversos grados, el maltrato a un animal. Creo que ni siquiera los defensores de lo taurino pueden negar esta obviedad, y si lo hacen saben que están haciendo un ejercicio de deshonestidad dialéctica.
Cuando se debate con honestidad la discrepancia no está en la negación del maltrato, sino en si este es moralmente justificable o condenable. Si el hecho de que se trate de una tradición cultural (en el sentido antropológico de la palabra) convierte en tolerable o incluso en positiva esta práctica.
Sin ninguna intención de relativizar la importancia del sufrimiento animal en la postura anti-taurina, me gustaría ahora tirar de este otro hilo, menos habitual en el debate: Las dimensiones antropológico/culturales de la llamada fiesta nacional. Pues creo que en ellos hay elementos de profundidad, que suman al argumentario de quienes nos oponemos al mantenimiento y a la bondad de la tal “tradición cultural.”
Tras de la tauromaquia se esconde la pulsión de la muerte. Morir es el otro lado de la vida, sin muerte vivir no tendría demasiado sentido. El como una sociedad enfrenta este hecho, y su inevitabilidad es una marca de la casa, es un rasgo cultural de primera magnitud. Estoy seguro que los aficionados a los toros, ni desean ni disfrutan cuando una persona muere en un espectáculo de este tipo, ni mucho menos, pero es innegable que sin este riesgo “la fiesta” perdería prácticamente todo su aliciente.  Lo que realmente da sustancia a los “toros”, es el cierto riesgo y el riegos cierto de que alguien puede perder la vida en ellos.
La psicología evolutiva sabe que la etapa adolescente de nuestras vidas conlleva una cierta pulsión de muerte, el riesgo, lejos de ser un freno se convierte en un aliciente, y puede hacer llevar determinados juegos al límite, precisamente porque es arriesgado hacerlo.  Luego esto pasa, afortunadamente, y cuando ya decimos aquello de “fa vin anys que tinc  vint anys” preferimos evitar el riesgo, y limitar los juegos.  En este sentido, la tauromaquia no es sino un signo de la adolescencia cultural de una sociedad, poco justificable si pretende reclamarse como madura.
Por otra parte, el factor riesgo se asocia también al reconocimiento del  “valor” de quien lo asume. La valentía medida desde los parámetros valorativos del modelo patriarcal de sociedad. El valor, asociado a Marte, no en vano signo zodiacal con el que simbolizamos lo masculino.  Con la guerra, el combate, la lucha como los escenarios en los que esa actitud y aptitud se despliega y demuestra. Torero y valiente se convierten en sinónimos en una cultura social que no da valor a Venus. En este sentido la tauromaquia no es sino un signo del machismo cultural de una sociedad, poco justificable si pretende reclamarse como igualitaria.
Cuando un torero muere en la arena, o un corredor en San Fermín, el entorno cultural taurino hace de él un mito, queda automáticamente elevado a los altares del valor y la entrega. Su muerte, que repito no creo que satisfaga a nadie, ni sea por nadie deseada, se ubica en el olimpo de los héroes, de aquellos que han muerto con honor en aras de una causa mayor y más importante que la propia vida. La muerte se ritualiza, y de algo duro y, en este caso, ciertamente evitable, se convierte en  modelo a imitar. En el juego de pelota Maya, el equipo ganador era sacrificado en el altar a los dioses. Morir ritualmente era un honor por el que competían. El sacrificio ritual es un mecanismo muy antiguo, que responde a modelos sociales, a culturas en la que el individuo importa muy poco, y puede e incluso debe ser sacrificado en el altar colectivo. . En este sentido la tauromaquia no es sino un signo de una comprensión de lo social como si fuera una colmena, poco justificable si pretende reclamarse como respetuosa con los individuos.
Y todo ello en el marco del omnipresente modelo capitalista que hace de todo ello un gran negocio, espectacularizando el riesgo el valor y la muerte. Dejando a los demás, pobres mortales, que no tenemos lo que hay que tener para enfrentarse a un toro, el papel de espectadores, admiradores y paganos, de pagar.