No seré yo quien niegue que el
conjunto de espectáculos, festejos y eventos que se engloban bajo el paraguas
de la tauromaquia tienen en común, en diversos grados, el maltrato a un animal.
Creo que ni siquiera los defensores de lo taurino pueden negar esta obviedad, y
si lo hacen saben que están haciendo un ejercicio de deshonestidad dialéctica.
Cuando se debate con honestidad
la discrepancia no está en la negación del maltrato, sino en si este es
moralmente justificable o condenable. Si el hecho de que se trate de una tradición
cultural (en el sentido antropológico de la palabra) convierte en tolerable o
incluso en positiva esta práctica.
Sin ninguna intención de
relativizar la importancia del sufrimiento animal en la postura anti-taurina,
me gustaría ahora tirar de este otro hilo, menos habitual en el debate: Las
dimensiones antropológico/culturales de la llamada fiesta nacional. Pues creo
que en ellos hay elementos de profundidad, que suman al argumentario de quienes
nos oponemos al mantenimiento y a la bondad de la tal “tradición cultural.”
Tras de la tauromaquia se esconde
la pulsión de la muerte. Morir es el otro lado de la vida, sin muerte vivir no tendría
demasiado sentido. El como una sociedad enfrenta este hecho, y su inevitabilidad
es una marca de la casa, es un rasgo cultural de primera magnitud. Estoy seguro
que los aficionados a los toros, ni desean ni disfrutan cuando una persona
muere en un espectáculo de este tipo, ni mucho menos, pero es innegable que sin
este riesgo “la fiesta” perdería prácticamente todo su aliciente. Lo que realmente da sustancia a los “toros”,
es el cierto riesgo y el riegos cierto de que alguien puede perder la vida en
ellos.
La psicología evolutiva sabe que
la etapa adolescente de nuestras vidas conlleva una cierta pulsión de muerte, el
riesgo, lejos de ser un freno se convierte en un aliciente, y puede hacer
llevar determinados juegos al límite, precisamente porque es arriesgado hacerlo.
Luego esto pasa, afortunadamente, y
cuando ya decimos aquello de “fa vin anys que tinc vint anys” preferimos evitar el riesgo, y
limitar los juegos. En este sentido, la
tauromaquia no es sino un signo de la adolescencia cultural de una sociedad,
poco justificable si pretende reclamarse como madura.
Por otra parte, el factor riesgo
se asocia también al reconocimiento del “valor”
de quien lo asume. La valentía medida desde los parámetros valorativos del modelo
patriarcal de sociedad. El valor, asociado a Marte, no en vano signo zodiacal
con el que simbolizamos lo masculino. Con
la guerra, el combate, la lucha como los escenarios en los que esa actitud y aptitud
se despliega y demuestra. Torero y valiente se convierten en sinónimos en una
cultura social que no da valor a Venus. En este sentido la tauromaquia no es
sino un signo del machismo cultural de una sociedad, poco justificable si
pretende reclamarse como igualitaria.
Cuando un torero muere en la
arena, o un corredor en San Fermín, el entorno cultural taurino hace de él un
mito, queda automáticamente elevado a los altares del valor y la entrega. Su muerte,
que repito no creo que satisfaga a nadie, ni sea por nadie deseada, se ubica en
el olimpo de los héroes, de aquellos que han muerto con honor en aras de una causa
mayor y más importante que la propia vida. La muerte se ritualiza, y de algo duro
y, en este caso, ciertamente evitable, se convierte en modelo a imitar. En el juego de pelota Maya,
el equipo ganador era sacrificado en el altar a los dioses. Morir ritualmente
era un honor por el que competían. El sacrificio ritual es un mecanismo muy
antiguo, que responde a modelos sociales, a culturas en la que el individuo importa
muy poco, y puede e incluso debe ser sacrificado en el altar colectivo. . En este
sentido la tauromaquia no es sino un signo de una comprensión de lo social como
si fuera una colmena, poco justificable si pretende reclamarse como respetuosa
con los individuos.
Y todo ello en el marco del
omnipresente modelo capitalista que hace de todo ello un gran negocio,
espectacularizando el riesgo el valor y la muerte. Dejando a los demás, pobres
mortales, que no tenemos lo que hay que tener para enfrentarse a un toro, el
papel de espectadores, admiradores y paganos, de pagar.